lunes, 13 de julio de 2009

La pedrera

La Pedrera

La Pedrera es un lugar especial. Une lo agreste y la fuerza del océano, con una magia que bordea lo señorial. Tal vez ese porte esté dado por el imponente conjunto rocoso que le da nombre, en el cual la costa se corta en forma de acantilado. Los bancos de plaza de la rambla, colocados mirando al mar, dan testimonio del tributo que exige esa naturaleza severa: requiere ser mirada. Otra posible explicación para esa impronta de linaje, puede estar en el barco hundido que se entierra en la arena y resurge según el capricho del mar. Sea por la razón que sea, La Pedrera da la bienvenida al visitante con cierta indiferencia.


Es la naturaleza que está allí, desplegada en todo su esplendor, intocada por el hombre a pesar de sus vanos esfuerzos de rodearla de casas o de sitios para comer o divertirse que se agrupan en su prolija calle principal o que, incluso, llegan a aventurarse cerca de la arena. Pero siempre, detrás de todo, está el mar y su acantilado. El veraneante debe ganárselo con respeto, ser aceptado por el paisaje, encontrar el punto de equilibrio en el cual pueda amoldarse a la belleza inusual de La Pedrera. Las arenas amplias y firmes se despliegan a un lado y otro de las rocas. Hacia La Paloma se extiende la playa del barco, dominada por el Chatay, que exhibe sus entrañas de metal oxidado, restos de un naufragio rodeado por el misterio.


En la dirección opuesta, la playa parece no tener fin. No hay nada que la contenga. Simplemente se deja llevar por el impulso de la mirada de los caminantes, que se aventuran respetuosos ante la inmensidad de mar y playa. De vez en cuando un vehículo 4 x 4, haciendo caso omiso a las prohibiciones legales, deja su huella irresponsable, pero el mar y el viento se encargan de borrarla y las arenas vuelven a tomar su aspecto de siempre. Si se sigue caminando, un kilómetro apenas, se pueden ver las barrancas de Punta Rubia, considerados micropaisajes peculiares por los geógrafos. Barrancas donde la playa parece más solitaria y el mar se enseñorea con una majestuosidad distendida.


Aquí el océano no tiene que conquistar la roca como en la propia Pedrera; está libre ya de la tensión de desmembrar la piedra y volverla arena. Entonces se derrama sobre la playa, impetuoso es cierto, pero sin nada que le enfrente. Los bañistas deben respetar ese ímpetu. A un lado el mar, al otro el campo abierto. Así debe haber sido el paisaje cuando lo vieron los primeros navegantes. Un poco más y el campo se vuelve bosque en Santa Isabel. Allí termina el influjo de La Pedrera, que comenzó bastante después de pasar La Paloma. Ubicada en el Km. 277 de la Ruta 10, La Pedrera es un sitio hecho para que el visitante vuelva una y otra vez. No es lugar de un solo verano.


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